Sobrecomunicado
Antes
de que el mundo pudiera encontrarme, es decir, antes de que
existieran los teléfonos celulares, las redes sociales y demás, me
parecía divertido estar a la deriva, algo así como una arista
imposible. Sólo éramos el tiempo, el espacio y yo. En
buena medida, creo que este blog sirvió de faro o púlsar: “estoy
aquí”, “sigo vivo”. Siempre supe que tarde o temprano
aparecería alguien más del otro lado, en varias ocasiones
se hizo presente en la forma de un comentario o de un número en el
contador de visitas: para ellos, muchas gracias.
Con
el tiempo, no obstante, me sucedió algo que estoy dispuesto a
cambiar a toda costa: el mundo podía saber santo y seña de mí: si
visité, comí, viajé, bebí, anduve, fui, llegué, no llegué,
etcétera. La idea de sentirme “ubicable” me parece
atormentadora, aún cuando al mundo le importe un comino dónde esté.
Durante los últimos días, he renunciado a una vida de
sobrecomunicación, quizá porque en el fondo aspiro o guardo aún
las esperanzas de encerrarme unas semanas, unos meses, ojalá años,
y escribir de una buena vez la novela que mi imaginación, mis ganas
y algunos lectores merecen. He renunciado a la sobrecomunicación,
porque acaso aspiro a ganar lectores no con los tentáculos de la
propaganda ni la autopromoción (así definiría a las redes
sociales, como autopromociones), sino con el encuentro de un sincero
ejercicio de escritura y un desinteresado, cuando no azaroso, esfuerzo de lectura.
Durante
años he sentido que las letras me han abandonado, y más de una vez
acepté resignadamente tal destino; sin embargo, vuelven y exigen todo
de mí. La escritura se ha vuelto en el único vínculo que tengo no
sólo con los lectores (hipotéticos, imaginarios, contados, pasados,
futuros); la escritura es el único vínculo que tengo con el mundo,
que dice “estoy aquí”, “sigo vivo”.
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