Encuentro
*
Hace una semana me encontré con la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo. La encontré en Filosofía y Letras, inmersa entre pesados lomos y pastas duras. Conocía sus rasgos y conocía, también, su contenido; pero hasta ese día me perteneció. Le dije al librero con tono impaciente que me mostrara el ejemplar. A mi lado estaba una chica que, si mal no recuerdo, era linda; pero mis ojos nunca se detuvieron en ella, antes bien, interrogué de inmediato el maravilloso índice. Pregunté el costo del libro. “50 pesos”. Saqué con desesperación el dinero que llevaba en los bolsillos y junté, con evidente sufrimiento, algo así como 42.50 o 43.50, no estoy seguro. Busqué el resto en mi cartera, después en las bolsas de la mochila. Ni un peso más. ¿Cuál debió haber sido mi rostro, que el librero dijo sin preocupación que me lo llevara?
*
Hace casi 12 años que mi hermano Jesús se fue a Estados Unidos. La razón es obvia: necesitábamos dinero. Creo que él tenía 18; yo, tal vez 11. A su edad tuve que hacer el examen de ingreso para la universidad; él intentó tres veces antes de cruzar Al otro lado. Yo leía todas las tardes con ansias insaciables las letras que han llenado mis noches; él, en cambio, se procuraba alimento y cobijo. Su labor fue, y aún es, heroica; la mía del todo cobarde.
Aún recuerdo el leoncito, hermano; la vez que tenías que elegir entre zapatos de vestir o de futbol (de futbol, por supuesto); cuando una de las tantas quinceañeras, de la que fuiste chambelán, se obstinaba en bailar contigo; el accidente del Lobo y de la bici; cuando me llevaste cargando porque me había partido la cabeza…
Sin saberlo, creo que sigo tu ejemplo; sin oírlo, a veces escucho tu voz en la mía; aunque después lo ignore o aunque el viento la desvanezca.
Hace una semana me encontré con la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy y Silvina Ocampo. La encontré en Filosofía y Letras, inmersa entre pesados lomos y pastas duras. Conocía sus rasgos y conocía, también, su contenido; pero hasta ese día me perteneció. Le dije al librero con tono impaciente que me mostrara el ejemplar. A mi lado estaba una chica que, si mal no recuerdo, era linda; pero mis ojos nunca se detuvieron en ella, antes bien, interrogué de inmediato el maravilloso índice. Pregunté el costo del libro. “50 pesos”. Saqué con desesperación el dinero que llevaba en los bolsillos y junté, con evidente sufrimiento, algo así como 42.50 o 43.50, no estoy seguro. Busqué el resto en mi cartera, después en las bolsas de la mochila. Ni un peso más. ¿Cuál debió haber sido mi rostro, que el librero dijo sin preocupación que me lo llevara?
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Hace casi 12 años que mi hermano Jesús se fue a Estados Unidos. La razón es obvia: necesitábamos dinero. Creo que él tenía 18; yo, tal vez 11. A su edad tuve que hacer el examen de ingreso para la universidad; él intentó tres veces antes de cruzar Al otro lado. Yo leía todas las tardes con ansias insaciables las letras que han llenado mis noches; él, en cambio, se procuraba alimento y cobijo. Su labor fue, y aún es, heroica; la mía del todo cobarde.
Aún recuerdo el leoncito, hermano; la vez que tenías que elegir entre zapatos de vestir o de futbol (de futbol, por supuesto); cuando una de las tantas quinceañeras, de la que fuiste chambelán, se obstinaba en bailar contigo; el accidente del Lobo y de la bici; cuando me llevaste cargando porque me había partido la cabeza…
Sin saberlo, creo que sigo tu ejemplo; sin oírlo, a veces escucho tu voz en la mía; aunque después lo ignore o aunque el viento la desvanezca.
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