La corrupción, o remar a contracorriente





Terminé de ver “Narcos: México”. La serie no me dejó dormir. No por las escenas sangrientas; no por la historia, de la que debo decir que me gustó tanto como puede uno gustar de un guión literario apegado en buena medida al guión de la realidad; no por los alcances de la historia, que me jalaba al final de la serie y a largas horas frente a la pantalla entre notas periodísticas y artículos de Wikipedia. No, lo que verdaderamente no me dejó dormir fue el simple pensamiento de que yo nací en ese México de la época de los 80’s. 
Si bien ninguno de los lugares en los que se desarrolla la serie se interpuso en mi camino hasta bien entrada mi vida, era cuestión de tiempo para que llegara al estado en el que nací: Guerrero. No se necesita ser analista para entender la violencia y la corrupción en la que vive el estado, luego de agregar un par de ingredientes más: la intrincada sierra, la acentuada pobreza y, por qué no, lo reacio de las personas. Alguna vez mi madre, quien suele sorprenderse fácilmente por los “lujos” a los que un provinciano puede aspirar, como “construir un piso más de su casa” o “llevar unos buenos jeans”, me preguntó por qué alguien “tan inteligente” como yo no había podido forjar algo similar a algunos de mis amigos de generación. En esa época me limité a ignorarla, no sin un sabor amargo en la boca. Pero pocos años después la respuesta llegó sola: unos vecinos y uno que otro compañero de la escuela terminó en los Estados Unidos, huyendo; otros terminaron en la cárcel; otros más terminaron con su vida, muertos frente a su familia. Mi hermano, tan atinado en sus juicios como los de mi padre, empujado por las circunstancias a los Estados Unidos, me dijo un día que él prefería seguir con su carcacha a volver al pueblo repleto de dólares y con un tiro en la cabeza. 

En mi vida he visto y padecido la corrupción, así como es, descarada. Por fortuna, la violencia, tan desparpajada, la he visto menos. Ahora pienso que son parte inevitable del juego en este país, y que sinceramente prefiero verlas desde afuera, contrarrestarlas desde afuera. (Debo decir que incluso afuera salpica la sangre y se contamina el pensamiento.) Como diría Hawthorne, habría que quemar el corazón humano para desaparecer el mal del mundo. 

Padecí la corrupción en sexto de primaria, en un concurso de conocimientos. Luego en la secundaria, cuando sorprendí a un juez regañar a su estudiante: “lo estudiamos ayer, te dije que vendría en el examen”. La padecí de nuevo en un concurso literario de la delegación Cuauhtémoc, del que conservo un diploma, y del que recuerdo que los ganadores convenientemente no se presentaron a la entrega de premios ni en poesía ni en cuento. Recientemente, la padecí cuando alguien de la Secretaría de Educación Pública ni siquiera acusó de recibo un texto en el que aportaba algunas ideas para la Educación en México, luego de participar en los procesos de Evaluación Docente durante los últimos años: ese documento, nunca llegó a Aurelio Nuño; es más, muy probablemente nunca fue leído por alguien. La padecí hace unos meses, cuando íbamos camino a Tlaxcala e hicimos una vuelta prohibida que apenas en nuestra visita anterior era perfectamente legal, porque, como sucede en varias carreteras de este país, los señalamientos se hacen a fuerza de costumbre. Escucho y leo a cada momento sobre ella o, más bien, escucho y leo los mismos apellidos que se barajan en los medios de divulgación y con eso es suficiente para saber que la corrupción aún está ahí.


Por favor, no me malinterpreten. No piensen que mi “fracasada vida” tiene a la corrupción como causa. Lo único que digo es que, sin importar si se es o no “inteligente”, la pura honestidad no sirve de mucho cuando se rema a contracorriente. 

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