Impía vida, o el fracasado arte de ser padre (reseña)




Disce, puer, virtutem ex me verumque laborem,
Fortunam ex aliis.1
Aen. 12, 435

Fracasados, marginales, rutinarios, ajenos a los sueños y la felicidad, esos son algunos personajes de Impía vida; nunca dementes, en constante lucha; asesinos sin culpa, seguidores del instinto o de una idea arrojada por el instinto; incapaces de comprender bien a bien por qué la vida es una culera; testigos de un tiempo falso de felicidad.
 
Pienso en dos referencias literarias que enmarcan de mejor manera a varios personajes de Impía vida. La primera se trata del piadoso Eneas, quien huye de una ciudad en ruinas y busca echar raíces en otra cuyos muros aún no existen, no sin antes, de ahí el epíteto de pío, sacar a su padre en hombros y mantener en pie la estirpe en medio del derrumbe que es Troya. Más aún, Eneas va en busca del progenitor hasta el reino de la muerte. En algún momento, Anquises pronuncia las líneas con las que abrí mi presentación. Ante la caída, ante el fracaso, ante la mala fortuna, el consejo del padre es honesto y heroico. Dice Anquises a Eneas: “Hijo, aprende de mí, valor y verdadera firmeza; de otros, el éxito”.
 
Un segundo ejemplo literario viene a mi mente. Se trata del autor de “Carta al padre”, quien desde las primeras líneas revela un respeto sagrado a la figura progenitora. Escribe Kafka: “Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo”.
 
Vienen a mi mente estos dos ejemplos, porque varios son los conflictos que se expurgan en Impía vida. Empleo la palabra conflicto con toda la intención etimológica posible. Del latín conflictus, el prefijo con- de ‘unión’ y el verbo fligere, ‘golpe’, que parece describir de manera simbólica o literal las impías páginas de Impía vida. Así, podemos leer conflictos entre pareja (real o inventada), conflictos entre personajes principales y circunstanciales, conflictos de los personajes principales con el entorno, conflictos históricos que envuelven las ya conflictivas vidas de los personajes, conflictos de personajes consigo mismos y conflictos con el más allá. De todos ellos, la fracasada relación entre padre e hijo de algunos cuentos me parece la mejor definida, además de que no puedo ahondar en el resto de las líneas por cuestiones de tiempo.
 
En el cuento “Bala”, un texto que parece, en lugar de cadáver exquisito, prótesis exquisita, se lee en voz de uno de los narradores (a quien se puede identificar con Oscar Pistorius, el atleta sudafricano de las cuchillas): “Nacer con un par de piernas que no contienen ni peroné ni tibia, pudo ser lastimero, de no haber contado con un padre como el que tuve” (Rueda 2016: 61). Y más adelante: “mi padre me arrojó al mundo como se arroja un pedazo de carne a los perros”. El atleta parece mostrarse orgulloso de la imagen creada por el padre, quien pone en manos al hijo, por cierto, de una especie de doctor vampiro despiadado. Como sea, el padre infunde dureza y coraje en ese “pedazo de carne”, que pulveriza récords mundiales y consigue respeto a punta también de coraje y disciplina. Hijo orgulloso de padre duro, debilitado solamente por algo que su progenitor olvidó mostrar: la presencia de una mujer.
 
Otro gesto del padre que lo emparenta ahora con Brümmer, en el cuento “La ley de Brümmer”, es el hecho de que no permita que el hijo use el auto para trasladarse. El padre prefiere cargar o, por qué no, llevar en hombros al hijo, de manera inversa en la que procedió el piadoso Eneas con Anquises. En dicho texto, luego del accidente que sufre su hijo, el gimnasta busca infundir el mismo coraje que infundió páginas atrás el padre del atleta; pero éste no lo consigue. El gimnasta veterano desiste, se rinde ante la vida, no puede sostener más el mundo que cae sobre su espalda, y es en cierto modo su hijo, ni siquiera la mirada de minusvalía de la esposa, quien empuja al gimnasta al vacío.
 
A diferencia de Brümmer, Campeón, el personaje del cuento “Rabia de Roid”, se entiende que propina varias palizas a su esposa e hijo, quienes parecen más bien un estorbo. Las fantasías o sueños de Campeón, sin embargo, lo arrojan “a los perros” o, más bien, hicieron que la rabia de los perros lo poseyera y terminara de una buena vez con su familia y hasta terminar de la misma manera en la que terminó Valero, del cuento con el mismo nombre, quien dice a su Jenny querida “que detrás del odio están las preseas, las entrevistas, los viajes, los sueños que de niño hambriento yo soñaba, y tu collar de perlas(este remate me parece genial). Valero, por cierto, es un personaje huérfano, aunque la figura paterna se esboza de otra manera: “y veía en primera instancia al entrenador que intercalaba en sus instrucciones mentadas de madre y proclamas de padre amoroso” (2016: 74-75). Valero es puro empuje, puro instinto asesino, un hombre que se lleva en hombros a sí mismo. (Ya sé que no les importa, pero debo decir que es mi personaje favorito del libro de René Rueda.)
 
Dejé hasta el final un cuento que aparece en la primera sección: “D. Z. Reqber, historietista”. A decir verdad, el texto me ha dejado con más preguntas que respuestas. Se trata de un hombre que, a través de la conflictiva elección de unos zapatos, revela otro conflicto que no lo deja en paz a lo largo de su trayecto y que termina por acrecentar su problema. Gracias al calzado, parece alejar las miradas ajenas de su rostro: “Las esquinas de su boca se prolongaban hacia arriba: un par de cicatrices que lo obligaban a una sonrisa inmutable” (31), ¿acaso son marcas “guazonianas” del progenitor? De cualquier modo, el conflicto del personaje parece radicar en su vestimenta y, sobre todo, en los nuevos zapatos que acaba de comprar. Un hombre, a quien después se identifica como Gordo, lo molesta, lo bullea, pues: “sigues siendo un marica, farol, horrible” (33). Las ofensas continúan, la molestia se acrecienta y se va entretejiendo con otras ideas que parecen agobiar a Reqber. Las referencias al padre, por cierto, se muestran en varias ocasiones. La primera de ellas, cuando el narrador nos informa que “a menudo [Reqber] recordaba que el gusto por las historias ilustradas lo había heredado de Padre”; pero, de inmediato, esa imagen se ve empañada, pues “Padre era un recuerdo hiriente” (32). Reqber llega entonces a un festival por demás simbólico: se presenta un violinista que semeja al mismísimo Paganini o, mejor aún, al mismísimo Diavolo; luego aparece el genocida patriota Ratko Mladic. Mientras el público se deleita con el festival, de nuevo se escucha la voz burlona, por lo que Reqber “Miró a un lado y a otro, luego hacia atrás. Vio espectadores al borde del llanto, niños sobre los hombros de sus padres” (33). No ahondaré en el asunto, pero ésta y otras marcas evidencian que el mundo está en contra o al revés de los protagonistas. Otro personaje, Sr. Ridin, por ejemplo, está a punto de dar muerte a su esposa y a su amante, en el momento en el que “se mimaban a la sombra de unos antiguos sauces en el parque más concurrido de la ciudad” (19). La multitud feliz, testigo de circunstancias sosas, falsas, ahonda la soledad de los personajes de Impía vida, arrojados como carne al mundo, desprovistos de un padre que los oriente o los lleve en brazos. Al final de “D. Z. Reqber, historietista”, luego de capturar a Gordo, los recuerdos se apoderan de él: “Gordo suplicaba por su vida igual que Padre. Sintió piedad y lloró, pero la venganza reclamaba su pago” (39).
 
En este momento de mi lectura es inevitable decir que este cuento está dedicado a Héctor, héroe de Troya, pero también hijo de René. Héctor es acaso el mayor héroe de mayores tamaños en la literatura; hombre de paz, presto para la guerra. No me imagino a Héctor huyendo de Troya; lo imagino así, enfrentando un destino adverso, un Kafka armado de valor, más allá de sus fuerzas, más allá de sí mismo, más allá de sus hijos, más allá de la mujer amada (¡qué importa el amor cuando la vida es una culera!), más allá de su familia, más allá de su padre: el eterno héroe vencido, fracasado, un hombre impío del que debemos aprender valor y verdadera firmeza; de otros, como Eneas el piadoso, el éxito.

1Borges escribe: “Hijo, aprende de mí, valor y verdadera firmeza; de otros, el éxito” (Otras inquisiciones, 1952: 199).

Comentarios

Unknown dijo…
Carnal, dos años después te sigo agradeciendo la amistad y la atención. Te mando un fuerte abrazo.
René R.

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