Insignificante de mí

(Jajaja)

Hace ya varios años sugerí a un amigo que viera un video en YouTube. Él era fanático de Mario Bros y supuse que dicho video le gustaría. “Sólo ponle: «Mario piano» y ya está”. El video se subió en 2007, el año en el que un verdadero fanático de Mario me lo recomendó, compañero de la escuela. El primer amigo lo buscó, sobre todo por mi insistencia o, más bien, a pesar de ella. Le gustó, vi cómo se emocionaba; lo ponía una y otra vez y otra vez. Pasó el tiempo y ese video, cada que llegaba un inquilino a visitarnos (era mi roomie), lo presumía: “Mira lo que encontré en YouTube”. Hasta que en una ocasión, así nomás, en una de tantas tardes de ocio, me dijo: “Chava, ¿ya viste el video de «Mario piano», un tipo que toca las piezas del videojuego, incluso con los ojos vendados?" Lo vi de nuevo y fingí asombro. He recomendado también libros y, hasta que alguien más los sugiere, digamos que una voz más autorizada que la mía, advierto cómo la gente agradece dichas recomendaciones, aún cuando sean las mismas: “oye, gracias, qué buena recomendación; deberías leerlo, Chava, es de lo mejor”. “Claro, claro, lo haré”. 
            En clase (ahora comprendo a mis sacrosantos maestros), admito que no he resistido la tentación de hablar sobre esas cosas de las que comúnmente se les habla a los jóvenes, ya saben, el éxito, ascender la montaña del triunfo y demás. Por supuesto estoy en contra de ese discurso, nada en especial, sólo descreo de él. Pues ahí tienen que una vez, no sé cómo, me convertí en un orador de superación personal, quizá porque mis estudiantes se mostraban no sólo apáticos, sino desahuciados ante los resultados de la UNAM. Los vi tan desanimados que proferí un par de frases del tipo: échenle ganas, ustedes pueden, querer es poder y esas cosas. Dos minutos más tarde de mi discurso enardecedor, discurso que ignoraron de forma admirable mis alumnos, pues no cambié en un ápice sus caras, los llamaron para una plática de un tipo que era como Jordi Rosado región IV, quien ofrecería una conferencia sobre inteligencia emocional o cosas así. No miento: mis estudiantes regresaron con el ánimo y el cerebro cambiado. Algo, no sé qué (yo estuve en esa plática y me pareció de lo más ridícula), había motivado a mis alumnos y no provenía de mi discurso, sino de aquella persona optimista, de traje, cabellos relamidos y demás.
            En general, me siento como la anécdota que cuenta Paz en El laberinto de la soledad: “no es nadie, soy yo”. Al principio me desesperaba un poco, ahora me causa risa, sobre todo porque este tipo de ironías, representadas en mí, son como una mentada de madre de la vida, que, dicho sea de paso, ni siquiera me tomo en serio. De cualquier modo, hay una especie de triunfo secreto, de esos que a veces hasta influyen en las personas, pero que tarde o temprano ellas se adjudican con creces y por el cual su círculo social se muestra admirado; lo mejor del asunto es que yo mismo los reconozco. (Lo peor, que también me ha pasado, es cuando te recriminan, por decir algo, una solución que has propuesto. Como si mi amigo me hubiera dicho: “¿por qué diablos no me habías hablado de la existencia de Mario piano en You Tube?” “Oye, pero fui yo quien...” “Sí, pero cómo es posible que no te hayas fijado…”. “Está bien, soy un pendejo”.)
Pero no se sientan mal por mí o por personas como yo (aunque creo que a estas alturas de mi texto olvidarán mis palabras, cuando no la existencia de esta entrada, jeje), si bien es cierto que las cosas buenas de la vida deben ser compartidas, hay algo de placer en el hermetismo: una moneda pierde su brillo de tanta manoseada. Creo que tiene que ver con la idea (idea falsa, por lo demás) de la creación o el descubrimiento: hasta hace unos momentos, sólo yo o tú y yo o yo y mis cuates lo sabíamos. Ya sé, ya sé, insignificante y resignado de mí.

Una ventaja más de esta ironía de la vida: nunca tendré delirios de grandeza, bueno, a decir verdad, ni grandeza. 

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