Un plagio bien logrado: El Zarco y las autodefensas

(Cuartoscuro)

Estoy de acuerdo con Daniel Balderston en las hipótesis que pueden extraerse sobre la “función de las referencias históricas” del relato “Tema del traidor y del héroe” de Jorge Luis Borges [1]. Si bien el relato se desarrolla en un espacio y tiempo determinados ―Irlanda 1824― en realidad el narrador sugiere que la historia no es exclusiva de este espacio-tiempo: “La acción transcurre en un país oprimido y tenaz”, dice. Según Balderston, una de las hipótesis centrales del relato sugiere que la historia narrada, la historia del país “oprimido y tenaz” más bien “pulula” en la Historia. Al final el relato es para el crítico estadounidense “simultáneamente una meditación sobre la actualidad cuando se escribe, sobre momentos precisos sobre el pasado, y sobre la relación entre el presente y esos pasados” (cursivas mías).
            Más plana, menos elaborada, parece correr la Gloriosa Historia de México. Claro estoy de que este concepto, el de “pulular”, aunado a otros, como “repetir”, no son nuevos en las reflexiones históricas. Supongo que lectores y especialistas advierten a cada momento no el eterno retorno, sino el eco de las épocas, la repetición o copia o cita flagrante de la literatura. Así creo verlo en El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano y las llamadas autodefensas.
La novela de Altamirano, como se sabe, se desarrolla en varios poblados del actual estado de Morelos: Yautepec, Atlihuayan, etcétera, poblados que sufren no sólo de secuestros y atracos de los bandidos ―los Plateados― sino de injusticias cometidas por el entonces Glorioso Ejército Mexicano (en este momento de mi texto es inútil diferenciar el pasado y el presente). Los primeros, por ejemplo, son los culpables de matar al padre y al hijo de Martín Sánchez Chagollán, quien inicia, organiza y lleva a cabo las primeras brigadas de autodefensas. El Ejército, por su lado, lincha de manera arbitraria a varios campesinos, a quienes se les acusa de muertes y altercados en la zona. No olvidemos tampoco que el comandante o cabecilla del Ejército llega a Yautepec en estado de ebriedad y está a punto de colgar a Nicolás, uno de los protagonistas de la novela. El pueblo advierte el “autoritarismo” del Ejército y prefiere unirse a la idea de Sánchez Chagollán. Digamos, pues, que está orillado a formar grupos de choque, cuyos consentimientos suelen ser mínimos, en imitación a los mismos consentimientos de la justicia. Vale la pena retomar las palabras del narrador sobre Martín Sánchez Chagollán:
Era el representante del pueblo honrado y desamparado, una especie de juez Lynch, rústico y feroz también, e implacable.
Había suprimido en su alma el miedo, había abrazado con fe su causa, esperando que en ella dejaría la vida, y estaba resuelto; pero también había suprimido, entre sus sentimientos, el de la piedad para los bandidos.
Ojo por ojo y diente por diente. Tal era su ley penal.
¿Los plateados eran crueles? Él se proponía serlo también.
(El Zarco, XXII)

A estas alturas la novela de Altamirano no puede ser más gráfica. Se trata, ni más ni menos, que una historia escrita previamente sobre las condiciones que vive México hoy en día. Morelos o Michoacán o Guerrero, poco importa, la historia, diría Borges, pulula en México y, peor aún, la Historia de México plagia a la novela de Altamirano. Pero no me gustaría que cayera este ejemplo como una analogía literaria. En el curso de Literatura mexicana e iberoamericana que imparto en el último año de la prepa, la lectura de El Zarco es obligatoria ―y creo que mis alumnos la padecen. Y me refiero ahora sí al asunto literario, esto es, al estilo de Altamirano y de una buena parte de la literatura mexicana de la época, en donde, como dice René Rueda, las descripciones, el ambiente, la construcción del espacio y el tiempo termina por devorar a los personajes. Creo que no otra cosa es la realidad mexicana. Y regreso a Borges: “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible...”  
¿Y cómo termina la novela?, ¿se resuelve el asunto de las autodefensas? Es cierto que la literatura no tiene por qué resolver los problemas del mundo, pero más de una se arriesga, propone, modifica la Historia. Martín Sánchez Chagollán se entrevista ni más ni menos que con el presidente de México: Benito Juárez. Y ahí es donde la marrana torció el rabo. El narrador nos dice que Juárez “aunque acababa de triunfar en la famosa guerra de Reforma, luchaba aún con mil dificultades, con mil adversarios, con mil peligros, de que sólo su energía y su fortuna pudieran sacarlo avante” (XXIV). Entiendo que hay una hiperbolización de la figura de Juárez, pero en el fondo pienso que quizá, sin conocer de cabo a rabo la historia de mi país, debería darle el beneficio de la duda a este profético Altamirano. Sánchez Chagollán aprovecha el momento para solicitar al presidente Juárez varias cosas. Resumo aquí las propuestas que el presidente no tuvo que firmar para cumplir:
1.      “Que me dé el gobierno facultades para colgar a todos los bandidos […] Conozco a todos los malechores, sé quiénes son y los he sentenciado ya, pero después de haber deliberado mucho en mi conciencia. […] No se parece a esos jueces que libran a los malos por dinero o por miedo. Yo no quiero dinero ni tengo miedo” (XXIV).
2.      “No dé oídos [recordemos que le habla al presidente Juárez] a ciertas personas que andan por aquí abogando por los plateados y presentándolos como sujetos de mérito que han prestado servicios” (XXIV).
3.      “Armas, nada más, armas, porque no tengo sino unas cuantas. No necesito muchas, porque yo se las quitaré a los bandidos” (XXIV).
Y termina Sánchez Chagollán: “Me manda usted a fusilar si no obro con justicia”. La sentencia es adornada aún más por la anotación final del narrador:
Al ver a aquellos dos hombres, pequeños de estatura, el uno frente al otro, el uno de frac negro, como acostumbraba entonces Juárez, el otro de chaquetón también negro; el uno moreno y con el tipo de indio puro, y el otro amarillento, con el tipo del mestizo y del campesino; los dos serios, los dos graves, cualquiera que hubiera leído un poco en lo futuro se habría estremecido. (XXIV)

            ¿Y qué pasó en la vida real, como decimos comúnmente? No sé si la realidad rebasó a la ficción; es decir, sólo en países “oprimidos y tenaces” quizá pase esto; pero la versión contada por la Historia de México es otra, diametralmente distinta: hubo enfrentamientos entre soldados y los integrantes de las autodefensas, el Ejército Mexicano, existe un video al respecto, dispara contra dos comunitarios; Hipólito Mora fue aprehendido; el Dr. Mireles sigue preso; miles han muerto; según una nota de La Jornada, hasta septiembre del año pasado 289 estaban en prisión [2], más de 300 actualiza otra [3]; como sabemos, el hijo de Hipólito Mora murió…
            En más de una ocasión se ha hablado de la inutilidad de la literatura, del poco uso práctico de las letras a la hora de vivir. Adela Micha en algún momento señaló, luego de la “pifia literaria” del presidente Enrique Peña Nieto, “que sea un lector voraz o no, creo que eso es completamente irrelevante a la hora de gobernar”. ¿Y qué haces? Mis alumnos me seguirán recriminando por la lectura aburrida de El Zarco. Mi respuesta será la misma: mientras el plagio no sea bien logrado, lo seguiré leyendo.




[1] El relato puede leerse aquí: http://www.literatura.us/borges/tema.html; el ensayo de Daniel Balderston aquí: http://www.borges.pitt.edu/sites/default/files/Digamos%20Irlanda.pdf.

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