Kapuściński como símbolo




Disfruto sobremanera cuando alguien, como se dice coloquialmente, pone las manos al fuego por una figura quien, a su juicio, es admirable. El instante en el que se baja la guardia, se adelanta una tercia, se sonríe inevitablemente o se confiesa a los cuatro vientos que sí, es verdad, me gusta ¿y qué?, es el mejor, etcétera. Debo decir que la confesión se vuelve más emocionante cuando la dicta una persona a la que se admira; más aún, cuando esta persona, como se dice coloquialmente, echa toda la carne al asador para defender su postura. Aunque no es el ejemplo más exacto, me gusta recordar a Isaac Asimov en estos casos.
         En Cien preguntas básicas sobre ciencia, se puede leer lo siguiente: “¿Quién fue, en su opinión, el científico más grande que jamás vivió?” Y responde Asimov:

Si la pregunta fuese “¿Quién fue el segundo científico más grande?”, sería imposible de contestar. Hay por lo menos una docena de hombres que, en mi opinión, podrían aspirar a esa segunda plaza. Entre ellos figurarían, por ejemplo, Albert Einstein [y nos quita de la boca, a quienes desconocemos verdaderamente sobre ciencia, nuestra primera respuesta], Ernest Rutherford, Niels Bohr, Louis Pasteur, Charles Darwin, Galileo Galilei, J. Clerk Maxwell, Arquímedes y otros.

           Después Asimov se cura en salud. Dice que eso del segundo científico es complicado, pues las credenciales de otros tantos son tan buenas, que lo mejor sería declarar un empate entre varios, etcétera. Viene ahora sí la respuesta:

Pero como la pregunta es “¿Quién es el más grande?”, no hay problema alguno. En mi opinión, la mayoría de los historiadores de la ciencia no dudarían en afirmar que Isaac Newton fue el talento científico más grande que jamás haya visto el mundo. Tenía sus faltas, viva el cielo: era un mal conferenciante, tenía algo de cobarde moral y de llorón autocompasivo y de vez en cuando era víctima de serias depresiones. Pero como científico no tenía igual.

           Por supuesto no discutiré el asunto de quién es el científico más grande; no estoy capacitado para ello. Me interesa, sin embargo, la respuesta en sí, la apología ferviente e inmensurable de una figura.
       Pues bien, de los autores leídos recientemente que he disfrutado sobremanera, qué digo sobremanera, que han cambiado mi vida, uno de ellos es Ryszard Kapuściński, y eso que no conozco toda su obra. Borges decía que el periodismo estaba hecho para el olvido, contrario a la literatura; Kapuściński es la excepción a la regla. Más de uno dirá que el propio Borges leía a escritores ingleses o norteamericanos que habían practicado el periodismo; tengo la impresión de que esa faceta de esos escritores es rescatada, leída y analizada sólo por especialistas. Con Kapuściński sucede algo distinto: leo sus textos y no sé si la primera persona pertenece a la de un periodista o a un personaje periodista que nunca alcanzamos a dibujar; si la historia está inspirada en la vida real o la verdad es más común de lo que uno cree. Además, no importa qué libro lea de Kapuściński, siempre tengo la impresión de que hay una sola voz narrativa, y que detrás de esa misma voz, hay personas distintas, es decir, el tono de piel, la altura, los gestos, la manera de caminar, de hablar, el idioma mismo parecen pertenecer a otro común. El narrador se mimetiza; representa, en su unicidad, la totalidad de las voces; una voz plural en un individuo. Aquel que busque a este autor camaleónico, debe buscarlo en la multiplicidad.
            Aunada a su calidad literaria, Kapuściński tiene otra faceta, me refiero a su narrativa histórica global. No sé si existan estudios kapuścińskianos, pero sería bueno colorear en un mapamundi los países no sólo que visitó —el periodismo actual coquetea con el turismo— sino que conoció y en los que vivió por años. Se trata, pues, de un periodista, estilo y magia literarios, que presencia momentos históricos relevantes. Si bien una parte de Occidente y su descendencia desean olvidar estos acontecimientos (de conocerlos, creo que su fama se tambalearía), están llenos de causas y consecuencias vitales para comprender al otro o, digamos, a la humanidad.
            Pero hay algo más con Kapuściński que no logro definir, me refiero a su “cosmopolitismo vivencial”. Creo que la primera palabra podría ofenderlo, pues tiene connotaciones académicas y de cierta clase socioeconómica. Kapuściński es una especie de filósofo vívido, un teórico experimental, un viajero académico, juez y parte de buena fe. En estos tiempos en los que el egocentrismo, el exitosismo y el cosmopolitismo ―con cacofonía incluida— inundan las redes sociales y el dinero se hace a costa de la fugacidad de las cosas y el protagonismo tienta a los periodistas y las publicaciones quedan sepultadas en el abajo de la pantalla y el diálogo tiene de intermediario una computadora o un celular y las voces son acalladas, propongo a Kapuściński como un símbolo o, mejor aún, un maestro de todos los tiempos.

P.D. En algún momento pensé que Kapuściński podría compararse, qué digo compararse, superar al mismísimo Juan Pablo II, ambos polacos; sin embargo opté por no hacerlo, pues hubiera sido una tarea tan sencilla como determinar cuál es el científico más grande de todos los tiempos.


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