01/11/2013

Las cosas no han cambiado mucho por acá. Es cierto que las circunstancias son otras, que he movido los libros de su posición habitual, que a veces nos parece que las lluvias o el frío arrecia; pero son meros accidentes. En el fondo es lo mismo; las cosas parecen desmoronarse y aquello que suponías construido será más bien vestigio. En sentido estricto, las alegrías y las tristezas terminarán como recuerdos idos; con suerte, como nota al pie de página o, por qué no soñar, uno de los cientos de párrafos de una historia polvorienta.

De lo demás no tengo mucho que contarte. A veces las noches son tan profundas que resultan insoportables. El sueño es un buen antídoto, aunque he dejado de frecuentarlo. Me integré a esa maraña de hombres que se empujan, que se pelean, que discuten sin razón, que alzan la voz, que escriben con la esperanza de un lector. Mis lectores se fueron, y hacen bien. No tenías aire, naciste podrido. Naciste con el llano metido en aquel atardecer en que, de rodillas, en medio de una loma, llorabas frente a un ciruelo. O esa otra en que lavaste la inmundicia del pavimento, una medianoche de marzo. O bajo la regadera luego de imaginar el futuro, este mismo que tienes.

Hay alegrías, es cierto, pero son menos. Lo que nunca faltó, y de eso no puedes quejarte, es soledad. Supiste arrinconarte de las cosas, qué virtud. Los lugares apartados suelen ser temidos, pero hallaste en ellos un refugio invaluable: el limón del patio, debajo de la máquina de coser de tu mamá (el taxista, por Dios), las caminatas a la cancha, los sábados de ejercicio -cuando todavía la luna no soltaba su último dedo, Balderas los sábados (cuánto tiempo dejaste ahí), Filológicas. Y, claro, aquella Navidad, en la que dormiste como bebé por horas, luego de estar triste, como ahora mismo, y que luego escribiste un cuento quizá olvidado, o quizá el mejor de todos. Rondabas como gato, apagaste las luces para ahondar el eco y leíste tantas cosas, todo en una noche.

Esos tiempos se fueron. Tu soledad ahora es distinta. Es más bien una soledad atascada, sucia, turbia, estúpida. Tus mejores años yacen enterrados, y también tus mejores risas, y también tus mejores lágrimas. ¡Esa era vida y no chingaderas! La tarde que se jaloneaba desde la Juárez, las dormilonas, las luciérnagas, las pinches chachalacas, las abejas sobre tu rostro, los huachichiles en tu espalda, las escurridizas lagartijas, el diluvio, tus tenis Delmon, tus dibujos (hasta eras dibujante), tus canciones tontas, tus libros frustrados, el árbol de limones que nunca más regresará, cortar una ramita, las palabras que se atropellaban con ahínco, el oso de peluche, el Lobo, el Leoncito, las carreras de carros, el rombo y las canicas, tu primer atarcón de mole, los penales con los que fuimos campeones (eras una verga en la defensa), los mandados, el anhelo del primer lugar, las tardes de sabiduría, y más, muchas cosas más. Una cosa falta: la muerte pintada por tu propia mano.







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