Buenos días

8:25 am. El metro de la línea rosa está ligeramente atascado. Espero el siguiente. Para muchos vendedores ambulantes será el arranque de un día colmado de ruidos y empujones; para mí, a estas horas de la mañana, será el primer regreso a casa; otros más trabajan ya no de sol a sol, sino de crepúsculo a crepúsculo, como dictan las normas de las grandes urbes. Insurgentes.

El operador del nuevo metro luce optimista, de buen humor, quizá porque viene acompañado de una mujer, seguro aprendiz, que guarda en su memoria cada uno de los detalles de lo que será su nuevo empleo. La gente apresura. Bocinas a todo volumen. Se alistan las corbatas, los celulares se bloquean, el lápiz labial descansa, los espejos se sumergen en el vacío. Los vagones, sin embargo, no demeritan a los previos. "Pero trae buen ritmo", digo, "llegaré pronto". Una línea naranja e inmediata pasa frente a mí. Y entonces la pifia, el error, la burla. Todos advertimos que el metro se pasa al menos por medio vagón de la zona indicada. Un hueco se observa al fondo y los pasajeros se recorren en forma de remolino. Las risas se los vendedores ambulantes retumban a lo largo del andén, y en medio de un reguetón acucioso se abre paso un saludo de buenos días:

--¡Cámara, pendejo!

Lo demás es historia: empujones, "me da permiso", enojo, frustración, "le traigo a la venta..."

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