Lucas y Felipe

Lucas

Lucas es un globo repleto de aire comprimido, a punto de salir como un chorro de agua. Su correa se interpone entre él y el cielo, entre la libertad del encierro y el encierro del universo. Es un perro que no sabe de encantadores, que odia y ama los cohetes, porque ellos son la locura y el pretexto. Arrebata las caricias, tiembla por un apapacho, traga la comida, relame el plato ajeno y chilla porque sí, pues el mundo de los perros prescinde de explicaciones.
Lucas es el mejor amigo de los changos, esa raza única de objetos que se suspende en el aire, pero vuelve como un boomerang; que se aleja, pero regresa. Lucas siempre regresa, como el recuerdo de un sueño o los aires de enero. Lucas es un aire de cuatro paredes, de manos y lengua zyanyescas, de queso panela, de tentempiés frecuentes y de patas que fingen cojera.


Felipe II, caballero

Las uñas de Felipe delatan su arraigo a la parsimonia y la tranquilidad. Todo en él es pura calma. Le ofreces un poco de comida y él se sostiene en dos patas, gira la cabeza, exhibe su dentadura quebrada por los años y alarga el cuello para sostener apenas el cuadrito de queso o el rollito de jamón. Paladea y descubre ora un manchego o un panela, ora un Fud o un Zwan. “¿De pavo?, tal vez; ¿de pierna?, seguramente”. Se relame los bigotes. Pero eso sí, nunca se excede, pues sabe que los lácteos le provocan malestares estomacales y gases. 
           Felipe mide con pasos meditados el tiempo de su caminata dominical, retarda uno a uno los troncos de los árboles e ignora con displicencia los ladridos de perros que anuncian el desfile. La correa de Felipe se mece como una hamaca, sin tensiones. El humano lo luce con orgullo, pero ambos saben que Felipe manda. Se trata de un perro que pasea a su amo. 

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