Una paráfrasis de Bach
Intentaré analizar el Concierto para violín en a-menor, BWV 1041, 3er movimiento (Allegro assai), de J. S. Bach. Debo decir de inmediato que mi análisis prescinde de la terminología de la música; en todo caso, es más cercano a la paráfrasis textual que a un análisis de partitura. Por ello, como observará el lector, consignaré el tiempo exacto (minuto:segundo) al que refiero mi análisis.
Encontré excelentes versiones en YouTube, unas invaluables como la interpretación de David Oistrakh y otra de Yehudi Menuhin, ambos grandes violinistas. Sin embargo, la primera, a mi gusto, tiene una deficiencia: la inclusión del piano. La segunda, por su parte, ya que es una grabación de 1936, tiene un ligero desliz de audio. Escuché al menos dos más, pero ambas se quedan cortas. Por tal motivo, analizaré este concierto en la interpretación de Menuhin, acompañado por la Orquesta Sinfónica de París y dirigidos bajo la batuta de Pierre Monteux.
Aquí la pieza:
La música, a diferencia de otras artes, como la literatura, impone su ritmo y su cadencia y su voz. El lector, que pudo ser un lector activo, pasa a ser un escucha a punto de convertirse en intérprete, pues sigue en tiempo real la composición. En la música se puede aplicar muy bien esa frase de Borges sobre los versos de Shakespeare. Cada vez que escuchamos a Bach, somos, en sentido casi estricto, el compositor alemán. Recibimos la conjunción de los sonidos tan cerca de como Bach imaginó la pieza.
La versión de Menuhin tiene algunas características particulares (ignoro si la partitura los consigne): el principio es lento, a diferencia de otras muchas versiones; los solos de Menuhin son audaces. Nuestro intérprete tiene apenas 20 años en el momento de la grabación, según los datos ofrecidos por el usuario de YouTube.
Pero vayamos al análisis. La pieza completa es como un hilo que se teje y se desenreda. A veces parece estar en el clímax y, cuando pensamos que no puede ir más arriba, sube otro poco y luego desciende para volver a subir. Es una burbuja que nunca explota, que, antes de convertirse en nada, germina de ella otra más grande. El inicio es intenso, presupone un antes, ¿de dónde viene tanta fuerza? El principio presupone la nada; en este caso no, es un principio a mitad de algo. Intenso, he dicho, pero es más todavía. El principio en esta pieza de Bach nace de dentro o del fondo y se extiende, se estira (0:01-09). Y entonces engendra algo más que busca su estabilidad, que busca su propio ritmo (0:09-45), pues en un principio se impulsa (0:11-13), a veces parece caer (0:17-18), a veces flota en el aire (0:27-31). ¿Será por eso que cuando deseamos darle forma a la música, llevamos nuestras manos sobre olas imaginarias?
La primera etapa, este inicio que viene de un principio que desconocemos, intenso siempre, concluye hasta el segundo 0:45. Después de este instante (hasta 0:52), hay una introducción que nos lleva a la verdadera razón de la pieza: un violín que baila solo. De fondo la tarde o la noche cubren el escenario. A veces el ambiente se impone (1:19), pero aparece de nuevo en solo el violín (1:25). Avanzando, va y viene, salta y cae, a veces de notas alegres, a veces sentidas, tal vez tristes. Las circunstancias lo complementan, lo animan, lo oscurecen, se incluyen en él. Sin saberlo, sin presentirlo, se mezclan (2:11).
El clímax, que es individual, que va más allá no sólo de la expectativa del oyente, sino del ejecutante, tiene que caer, como dije, para levantarnos (2:23-45), hasta que no puede más. Se deja caer en los brazos del fondo. Todos juntos de repente y de repente solo (2:51-3:06).
Hasta el minuto 3:41 hay un despliegue maravilloso de correspondencias y, al mismo tiempo, de individualidad. Escuchamos al violín solo y escuchamos también el fondo, y los escuchamos a ambos.
La pieza se repite porque ha dado todo de sí, porque no hay más que agregar, porque ya todo está dicho. Y cierra con una reverencia.
Encontré excelentes versiones en YouTube, unas invaluables como la interpretación de David Oistrakh y otra de Yehudi Menuhin, ambos grandes violinistas. Sin embargo, la primera, a mi gusto, tiene una deficiencia: la inclusión del piano. La segunda, por su parte, ya que es una grabación de 1936, tiene un ligero desliz de audio. Escuché al menos dos más, pero ambas se quedan cortas. Por tal motivo, analizaré este concierto en la interpretación de Menuhin, acompañado por la Orquesta Sinfónica de París y dirigidos bajo la batuta de Pierre Monteux.
Aquí la pieza:
La música, a diferencia de otras artes, como la literatura, impone su ritmo y su cadencia y su voz. El lector, que pudo ser un lector activo, pasa a ser un escucha a punto de convertirse en intérprete, pues sigue en tiempo real la composición. En la música se puede aplicar muy bien esa frase de Borges sobre los versos de Shakespeare. Cada vez que escuchamos a Bach, somos, en sentido casi estricto, el compositor alemán. Recibimos la conjunción de los sonidos tan cerca de como Bach imaginó la pieza.
La versión de Menuhin tiene algunas características particulares (ignoro si la partitura los consigne): el principio es lento, a diferencia de otras muchas versiones; los solos de Menuhin son audaces. Nuestro intérprete tiene apenas 20 años en el momento de la grabación, según los datos ofrecidos por el usuario de YouTube.
Pero vayamos al análisis. La pieza completa es como un hilo que se teje y se desenreda. A veces parece estar en el clímax y, cuando pensamos que no puede ir más arriba, sube otro poco y luego desciende para volver a subir. Es una burbuja que nunca explota, que, antes de convertirse en nada, germina de ella otra más grande. El inicio es intenso, presupone un antes, ¿de dónde viene tanta fuerza? El principio presupone la nada; en este caso no, es un principio a mitad de algo. Intenso, he dicho, pero es más todavía. El principio en esta pieza de Bach nace de dentro o del fondo y se extiende, se estira (0:01-09). Y entonces engendra algo más que busca su estabilidad, que busca su propio ritmo (0:09-45), pues en un principio se impulsa (0:11-13), a veces parece caer (0:17-18), a veces flota en el aire (0:27-31). ¿Será por eso que cuando deseamos darle forma a la música, llevamos nuestras manos sobre olas imaginarias?
La primera etapa, este inicio que viene de un principio que desconocemos, intenso siempre, concluye hasta el segundo 0:45. Después de este instante (hasta 0:52), hay una introducción que nos lleva a la verdadera razón de la pieza: un violín que baila solo. De fondo la tarde o la noche cubren el escenario. A veces el ambiente se impone (1:19), pero aparece de nuevo en solo el violín (1:25). Avanzando, va y viene, salta y cae, a veces de notas alegres, a veces sentidas, tal vez tristes. Las circunstancias lo complementan, lo animan, lo oscurecen, se incluyen en él. Sin saberlo, sin presentirlo, se mezclan (2:11).
El clímax, que es individual, que va más allá no sólo de la expectativa del oyente, sino del ejecutante, tiene que caer, como dije, para levantarnos (2:23-45), hasta que no puede más. Se deja caer en los brazos del fondo. Todos juntos de repente y de repente solo (2:51-3:06).
Hasta el minuto 3:41 hay un despliegue maravilloso de correspondencias y, al mismo tiempo, de individualidad. Escuchamos al violín solo y escuchamos también el fondo, y los escuchamos a ambos.
La pieza se repite porque ha dado todo de sí, porque no hay más que agregar, porque ya todo está dicho. Y cierra con una reverencia.
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